TODOS LOS CUENTOS
Ahí estaban, como quedó acordado, a las ocho treinta de esa tarde que según el servicio metereológico sería lluviosa y que raramente no se había equivocado. A tres casas de esa esquina estaba el número treinta y siete de la calle Álamos, un edificio triste con la historia agazapada en sus paredes.
Les habían dicho que el zaguán de la entrada estaría abierto a esa hora, y lo estaba. Johnny encendió un cigarrillo y se quedó esperando paciente. Su función consistía en avisarles a los otros si una mujer alta, rubia, de tez clara y ojos azules, que casi siempre se viste muy formal, entraba a la vecindad. El nombre de ella no lo sabían, no se los quisieron decir.
Raúl lleva treinta minutos frente al gran monstruo blanco que lo exaspera sobrehumanamente. Antes se había preparado para la épica batalla con una botella de whisky a medio llenar; una cajetilla de Delicados nueva; un LP de Willie Dixon que hechó a girar hipnóticamente en su viejo tocadiscos, encargado de ambientar el terreno; también se hizo de cuatro velas porque le cortaron la luz hace dos semanas; colocó su único cubo de basura recién vaciado junto al escritorio desvencijado y rebobinó hasta su inicio la gastada cinta monocromática que yacía en su máquina de escribir. Todo esto para enfrentar a ese cúmulo de monstruos blancos que lo esperaban en el escritorio.
Treinta minutos que bien podrían contabilizarse en once puchos retorcidos, inertes como cadáveres, en el cenicero. «Pronto tendré que ir por otra cajetilla». O en cero letras plasmadas en el papel. También podrían ser cinco vasos de licor, «y otra botella, claro.»
La lluvia se restriega como bofetadas contra la ventana, luego galopa cuesta abajo hasta desaparecer. En el apartamento de al lado Juanito llora porque los puños borrachos de su padrastro le sacan gritos a su mamá. En la pieza de arriba se oye el jadeante rechinido de la cama al ritmo de sexo. «Pinche Alan, ya está cogiendo otra vez y la pendeja de su esposa trabajando.»
Los otros dos entraron en el edificio. El cliente no falló en su descripción: «Al entrar verán un pasillo largo con ventanas y puertas a los lados. A la mitad encontrarán una escalera de fierro, no suban por ahí, hace mucho ruido y llamarían la atención, en ese edificio todos son unos chismosos. Sigan caminando, hasta el fondo hay una casa de cartón, ahí vive el viejo Matías, al lado hallarán otra escalera, ésta de cemento, muy angosta y de peldaños altos pero nadie los oirá subir. Si los ve Matías les va a pedir un peso, mejor le dan cinco o les arma un escándalo. El edificio es de cuatro pisos, él vive en el tercero, en el número 31, da a la calle, van a tener que caminar de regreso».
Lo único que no previó el cliente fue la lluvia que caía en ese largo pasillo que a la vez era patio. Pero no importó porque ellos eran profesionales y sabían trabajar en cualquier clima, claro que eso aumentó el precio del trabajo.
«Con todo este escándalo no puedo ni pensar.» Raúl prefiere caminar por su habitación, aprovechando que le tiene que dar vuelta al disco de blues. Un fuerte ventarrón despega una orilla del hule que cubre la mitad de la ventana que no tiene vidrio, lo que provoca un pequeño charco en el cuarto. Rápido busca la cinta adhesiva y corre a sujetar nuevamente el plástico. Casi involuntariamente se queda mirando a la calle, y a sí mismo reflejado en el vidrio.
«Qué noche. Beatriz terminará como si se hubiese caído a una alberca con todo y ropa. No tarda en llegar, deben ser como las ocho y media. Cuando vea todo este humo me obligará a jurarle que dejo el cigarro… otra promesa que no le cumplo.» Luego de mirar sus rasgos de hombre joven pero acabado, continua: «Necesito escribir algo, aunque no sea bueno, sólo para ganar un poco de dinero y tener una comida decente.»

El viejo Matías los miró a los ojos, no sabía si pedirles dinero o no, pero antes de que otra cosa aconteciera Otto extendió su mano y le dio un billete. Matías, un anciano con experiencia en el medio, entendió que más le valía no decir palabra de ellos. Se metió a su casa de cartón con la cola entre las patas.
Llegaron al tercer piso y caminaron por el pasillo de los apartamentos nones. 39… 37… 35… Se escucharon simultáneamente dos estentóreos gritos que inundaron todo el edificio. Uno decía: “¡Déjala, hijo de puta!”, en voz que frisaba los diez años. El otro simplemente era un ¡Ah! de extrema satisfacción y cabal relajación. Se detuvieron un instante, luego siguieron caminando. 33… 31…
Ya casi se da media vuelta, de regreso a su escritorio, cuando algo llama su atención en la esquina de Olivos y Álamos: Un elegante y amplio carro blanco se detiene. “¿Mustang, Cadillac, Grand Maquiz? nunca he sabido identificar los carros”.
Bajan tres hombres, parece como si no estuviera cayendo tremendo aguacero. Dos visten casi idénticamente con gabardinas negras de piel que les llegan hasta las rodillas, sombreros del mismo color, lentes, botas y guantes oscuros. El otro sólo trae una chamarra corta de lana, pantalones de mezclilla y zapatos negros de piel.
Intercambian un par de señas y luego caminan por Álamos. «Ojalá no vengan a este edificio.» Los dos de sombrero se ven más seguros, no se inmutan ante la lluvia; el otro se joroba y trata de evitar los charcos. «¡Mierda! Entraron a este edificio, si son gangsters cualquiera de los de aquí podría morir, empezando por mí… ¡Mierda!».
No necesitaron hablar entre ellos, cada uno sabía el plan de memoria. Bastó una seña de Otto para que el otro vigilara desde el apartamento número 33, con la mano metida bajo la gabardina. «No me espera», dijo el cliente, «pero somos viejos amigos, siempre me abre sin preguntar nada, sólo tengo que tocar así, ¿ves?, con las puras uñas, como si un perro rasgara la puerta, primero de un lado, luego del otro, dos veces.»
«Mierda, mierda. Y Beatriz que ya no tarda en llegar.» Enciende el último Delicados con la flama de la última vela. Su rostro triste se ilumina por un momento, sabe que puede morir. «Tengo que escribir algo.» No sabe qué. Recuerda una frase que escuchó hace tiempo, la repite en vos alta: «¿Por qué conformarse con ser persona, si se puede ser personaje?» Es morfina pura para su alma.
Permanece esperando, mirando cómo el vaporcillo que su aliento provoca crece y disminuye en el vidrio. Imagina la peor escena: «Deben estar por el segundo piso. En cualquier momento uno de ellos llamará a la puerta, yo no tendré opción y abriré. Me empujará, me dirá que vienen de parte de Julián, que me desea feliz año nuevo. Luego me llevará al baño y hará que me hinque. Por debajo de la gabardina sacará con calma su arma. Pondrá el cañón frío en mi sien izquierda y…». El rugir de un revolver retumba en las paredes de la vecindad. Raúl se estremece y siente como el frío le baja hasta los pies.
Fue mucho más fácil de lo que pensaron, nadie se asomó, ningún valiente trató de detenerlos, mucho menos hubo sirenas u oficiales a pie. Bajaron corriendo por la escalera de metal, el ruido ya no importaba. A la entrada Johnny ya los esperaba con la puerta abierta del Cadillac blanco. Se marcharon perdiéndose tras la fina cortinilla que formaba la lluvia en la longevidad nocturna de la calle.
Cinco minutos después entra Beatriz al edificio de la calle Álamos número treinta y siete. Llega a su apartamento y se queda perpleja mirando la habitación llena de humo, y cuando mira a su esposo: «Raúl, ¿estás bien?, ¿qué tienes?, ¿por qué estás tan pálido?» Se oye el motor de un carro que se pierde en lontananza. «¿Por qué conformarse con ser persona, si se puede ser personaje?» «¿Qué dijiste cariño?» «Nada mujer, que estoy bien.» «¿Seguro? Te ves muy pálido.» «Sí, sí, estoy bien. Y se me acaba de ocurrir una historia.» Responde Raúl y mientras casi corre de vuelta a su escritorio Beatriz le dice: «Qué bien. ¿Supiste lo que le pasó a este Alan? ¡Lo acaban de matar! ¿Tú crees? Dicen que fue su esposa la que planeó todo cuando se enteró que lo engañaba con su hermana, a ella no la mataron. Pero yo no creo que su esposa haya…» «Luego me cuentas, cariño. Ahora tengo que escribir.»
Raúl se sentó frente a su máquina, tecleó: TODOS LOS CUENTOS, y de una sentada derrotó tres monstruos blancos.
1 comentario:
Interesante, te mantiene al filo del siguiente párrafo... Quien lo diría, las mejores historias plasmadas en cuentos, novelas, etc., etc. bien pueden ser encontradas en una vecindad bajo la lluvia, sin nadie que se inmute.
Sigo leyendote.
Saludos!
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