La hoja totalmente blanca se humedece con las tristezas más saladas que un humano puede llorar. El bolígrafo en mis dedos. Seguramente mis ojos rojos y los cabellos alborotados. Cierro los párpados y entre mis manos poso la cabeza. El cuarto es tan frío, aquí se respira la desesperación de otros que estuvieron donde yo.
Ahora escucho los tacones del oficial en el pasillo, el silencio que se esconde en toda la arquitectura lanza los ruidos (cada vez más cercanos) con estelas de ecos, de modo que puedo advertir que no viene sólo, alguien lo acompaña. El ruido de la llave al entrar en la inmensa cerradura metálica de esa puerta de madera, con botareles de acero, se hace presente. En las últimas horas se ha abierto y cerrado tantas veces mi celda, pero no como ahora, no tan suave, las otras ocasiones era empujada con fuerza, con prisa, no tan suave, como ahora que se abre.
Primero aparece un oficial gordo y calvo siguiendo el movimiento de la puerta, me mira con tal desprecio. Detrás de éste entra un hombre de hábito negro. «Soy el Padre Francisco, de la capilla La Loma», se presenta con toda la paz y tranquilidad de los religiosos. Con asombro, al oír que no es un oficial diciéndome qué hacer, alzo la cabeza y dirijo la mirada hacia el hombre de unos cincuenta años. El oficial se retira y cierra con llave por fuera.
–Hijo, he venido a darle paz a tu alma. Arrepiéntete de todos tus pecados y Dios te recibirá en el paraíso –me dice. Yo lo miro profundamente. Luego le respondo:
–¿Usted cree que a Dios le interesen los mentirosos?
–Caro que no, hijo –me dice con cautela, como previendo la trampa–. “No mentirás”, es uno de los diez mandamientos.
–Entonces le diré que si me confieso ante usted no seré salvo. Pues no creo en eso de la confesión y por lo tanto estaré mintiendo.
–Dios perdona todo, siempre que te arrepientas de corazón y lo hagas como Él manda. Vamos hijo, ábrele los brazos de tu alma a Jesús en tus últimos momentos, confiesa tus pecados y tus errores.
–¡No es ningún error! –Exploto casi sin notarlo y siento cómo el calor llega a mis oídos como una estampida.– ¡Defender los ideales que uno tiene no es un pecado!
–Cálmate, hijo –me dice sin perder el temple–. No me refería al porqué estás aquí, sino a los errores y pecados que como hombres estamos condenados a cometer. Los mismos que El Señor
–y señala con el índice la bombilla de mi celda– está dispuesto a perdonar.
–Disculpe usted, pero no tengo nada de qué arrepentirme. Incluso puedo decir que mis pecados son las experiencias más deliciosas que tuve en toda mi vida.
–¡Por favor, hijo! No digas esas cosas.
–Además siempre he pensado que Dios detesta a las personas interesadas, y ser religioso es la forma más interesada e hipócrita de acercarse a Él. Sin ofender –termino.
Me mira con espanto. Parece que ya me ve ardiendo en las llamas del infierno, condenado por mis blasfemias. Tiene la cara llena de dudas así que continúo con la explicación de mi hipótesis, porque no puede ser otra cosa más que eso:
–Todo lo que hacen los creyentes es por mero interés: el diezmo, los rezos, ¡la confesión! Ellos sólo buscan la salvación. Hasta eso que llaman “amor a Dios” no es más que una forma de creer asegurada la entrada al paraíso. Dese cuenta, hasta dicen: “hay que amar a Dios.” Algo que se hace por obligación no puede ser amor. Es por eso que yo no puedo en estos momentos confesarme o rezar, porque Él sabrá que es mentira.
–Usted… usted no tiene salvación. Los rebeldes siempre son tan tercos y además creen que no necesitan de Dios –me dice a la vez que su mirada se superpone a la mía, de tal modo que por un momento la idea que tenía en mi infancia sobre el cielo y el infierno regresa a mí, y con esta el temor al fuego eterno. Pero logro reponerme y digo:
–No se confunda. Yo creo en Dios. Más no en las religiones.
Se abre la puerta, con su preámbulo metálico. El gendarme se hace notar y me hace saber que «ya es hora.» El Padre me mira y dice más con resignación que con fe: «Dios te bendiga.» Sólo muevo la cabeza, pero por dentro es lo que más deseo.
Primero sale el Padre Francisco y se adelanta sin esperarnos, da vuelta a mano izquierda. El gordo calvo me coloca las esposas por delante, me sujeta del brazo como si yo fuera de máxima peligrosidad y me empuja para el lado derecho del pasillo. Alcanzo a mirar el camino por donde va el Padre Francisco, no sé por qué pero aquel lado del pasillo no se ve tan triste como este, donde las pisadas escupen un reclamo que rebota hasta nuestros oídos.
Este maldito gordo me aprieta tanto que nomás me aguanto el grito para no darle gusto.
Por fin llegamos a una reja de blancos barrotes, donde ya nos espera otro guardia, éste de piel morena, flaco y alto. Aquí me suelta por un momento el gordo, pero no separa su vista de mí, jamás lo hace. Hurga en el bolsillo derecho de su pantalón y saca un manojo como de quince llaves que recorre rápidamente con los dedos y sin dudarlo se detiene de súbito en una. Las llaves no reclaman nada, por el contrario se hacen notar con su delgada risa burlona. Abre la reja y pasamos al otro lado. Ni por descuido deja abierta una puerta este guardia. El flaco de piel morena recibe instrucciones del gordo: «Cuida del bribón mientras yo le aviso a El Coronel que ya está aquí.» El moreno no dice nada, ni hace nada, hasta parece que nada ve. «¡Ábreme, pues!» Sólo entonces el flaco camina hasta la reja que está como a dos metros de la que ya habíamos cruzado, saca cinco llaves y abre la puerta para que el primer vigilante continúe su camino.
El flaco mira con mucha atención cómo el otro gendarme se aleja. Parece que le tiene miedo. Unos segundos después mi nuevo celador se reanima y me recorre con una mirada que me hace pensar que ya soy un fantasma. «¡Qué! –le digo– ¿Nunca habías visto a un muerto caminar? Eres nuevo ¿verdad?» De su pantalón saca algo y me dice: «Tú no te lo imaginas, pero muchos aquí, incluso mayores, te admiramos. Quisiéramos tener la mitad del valor que tú tienes.» Entonces extiende su mano, en ella veo unos fósforos y un cigarro, dice que lo disfrute pero que me dé prisa. Lo tomo sin preguntar, porque en realidad no hay mucho qué preguntar sino que es obvio que simplemente son unos cobardes y que jamás lograrán ser libres bajo tal autoritarismo si se siguen sublimando, si siguen permitiendo tales abusos, si siguen trabajando para el enemigo, si sigue dándoles mido la muerte, y otras cosas que me llegan tan rápido como que ya estoy sacando el humo del atado obsequiado.
–¿No me dirás nada?
–Te daré las gracias si quieres.
–Ya sé que nunca das gracias por buena voluntad, no te preocupes por eso. Mejor dime, qué piensas de lo que dije sobre tu valor.
–Si lo único que admiran de mí es mi valor, entonces no tiene importancia.
–Tu lucha es ejemplar. Ella no morirá contigo, tenlo por seguro. Pero no te creas tan heroico por morir fusilado. Sé que te cagas de miedo, no eres el primero que llega aquí con esa falsa máscara de valentía, todos son iguales y al final gritan, o lloran, o incluso piden piedad. No soy nuevo aquí.
Yo no sé qué decir, debe tener razón, aunque ahora no tengo miedo no sé cómo reaccionará mi cuerpo a la mera hora. Será una situación a la que nunca me volveré a enfrentar.
–Mi nombre es Mario Suárez, recuérdalo cuando estés muerto –me dice el flaco gendarme.
El vigilante gordo ha regresado. Nos mira con desconfianza mientras el moreno abre de nuevo la segunda reja. Al parecer cada uno maneja solamente la llave de una de las dos puertas. El gordo camina hacia mí y al notar el cigarro entre mis dedos me lo tumba de un manotazo. Gira violentamente contra el moreno y le dice con tal odio: «El Coronel se enterará de esto.» Me sujeta nuevamente del brazo y me hace caminar. Cruzamos la segunda reja. Siento la mirada de Mario taladrando mi nuca, pero no voltearé, porque hacerlo sería darle mucha importancia a un cobarde. Apenas caigo en la cuenta de que su última frase: “recuérdalo cuando estés muerto”, es una bonita alegoría para desearme, pero como si ya fuera un hecho, la vida después de la vida. Mario Suárez, lo recordaré.
Llegamos a una nueva sala donde tres uniformados de rangos superiores, sentados en un largo escritorio, me leen nuevamente mi sentencia, como si no la supiera, dejando en claro que no tengo derecho a prorrogas. Entonces dos uniformados más me toman cada uno de un brazo y me conducen hacia otra puerta que alguien más abre. La luz del mediodía me ciega por un momento. Allá afuera están Arturo Cabrera, Rodrigo Osorio, Luis Martínez y Javier Pastrano, todos ellos con esposas y parados a mitad del enorme patio. Miro esos rostros que siempre fueron duros como la mazorca, pero que ahora parecen maíz hervido. Resignados, tristes, magullados. A cada uno de mis compañeros de trinchera les pico el hígado con la mirada, poco a poco se van enderezando y dan la cara buena a la muerte amiga. Me colocan a empujones entre los cuatro, en el centro de la fila.
Sin más, de un extremo del patio llegan marchando diez fusileros que a la orden del comandante se detienen con su inconfundible ritmo militar. «¡Preparen!» Mi corazón lo siento en la sien, pero doy un paso al frente. «¡Apunten!» Mis compañeros se alinean conmigo. Tengo ganar de ir al baño. Antes de que el comandante dé la orden fatal se escucha un rugido en lontananza… Todo se desvanece, “debe ser el fin del la pesadilla, por fin voy a despertar”, es lo que pienso, pero el calor de la bala justo entre los ojos, y la sangre tibia escurriendo por mi nariz hasta el mentón, son más verdaderos que la última orden que ya llega a mis oídos desde otra vida. «¡Fuego!» Dos mordidas más, una en el pecho, otra en el estómago.
El muro del fuerte se tambalea, la infantería pierde el equilibrio, todo se mueve como en un torbellino. Me llega el olor a pólvora y a centímetros de que mi cabeza dé con el suelo alcanzo a mirar a El Coronel, aun con un ojo cerrado para no errar el tiro, con su brazo extendido rígidamente sosteniendo el revolver plata que mi padre me regalara antes de su muerte. A su derecha está Mario Suárez. «Hijo de la chingada, ahora te reconozco aunque no tengas barba y te cortaras el cabello.» Mi cabeza levanta el polvo marrón y así es como terminarán conmigo. Seguramente quedará una mancha enorme alrededor de mi cuerpo, pues será el último en ser recogido. El Coronel dará la orden de dejarme ahí hasta que oscurezca. Los cuerpos de mis amigos serán arrastrados hasta la carreta que los llevará a la fosa común. De mí no sé qué será.
Aun recuerdo cómo empezó mi muerte. Disfrutábamos del aguardiente de caña en una ladera frondosa allá en el cerro de la culebra, sin saber que era el último trago (de haberlo sabido no hubiera guardado ni una gota), cuando al menos treinta infantes nos rodearon sorpresivamente. Me halagó que fueran tantos para tan sólo ocho personas. También me halagó que mis compañeros desenfundaran sus armas y de un salto me rodearan, aunque inmediatamente entendimos que no había escapatoria. Raúl Olmedo y Rocío Cázares, la mujer más valiente que he conocido, comenzaron la disparadera. Los de verde se escondían entre los árboles, pero alcanzamos a echarnos al menos uno de los uniformados cada uno, porque seguramente sus órdenes eran llevarnos con vida. Aun así mataron a Raúl y Rocío, y a los demás les colocaron tiros en brazos o piernas. A mí ni me tiraban, estaba claro que El Coronel me quería intacto.
Dejamos de resistirnos porque siempre he estado en contra de las luchas imposibles, y esta era una de ellas; de haber sido necesario habrían llegado más y más refuerzos hasta que nos desmayáramos de hambre. Lo primero que me quitaron fue el revolver que envolvieron en un pañuelo de ceda y lo colocaron en una caja de gala. Luego me quitaron el morral donde tenía algunos escritos, aunque en el camino logré tirar algunos de los manifiestos que escondí rápidamente bajo mi chamarra, “por si acaso”. Espero que alguien los encuentre antes de que los militares regresen a buscarlos.
Ya aquí, en el fuerte, me hicieron un juicio que duró cinco minutos y donde hasta mi abogado asignado bogó por mi muerte.
Entonces conocí por primera vez el pasillo de ecos tristes, las llaves de risas burlonas y al maldito gordo pelón que me preguntó:
–¿Realmente creíste que te ibas a poder esconder para siempre de El Coronel? Eres un idiota.
–¿Realmente crees que Tu Coronel fue quien me atrapó?
–Tienes razón, si no hubiera sido por el soplón de tu “amigo”, no hubiéramos dado contigo –hijo de perra, se empezó a reír porque sabía que me dejaba una duda lacerante sobre mis pocos amigos sobrevivientes–. Todos tienen su precio, y el de unos es más bajo que el de otros; sólo fue cosa de buscar el que más nos convenía.
Dicho eso me empujó al interior de mi celda, donde lo primero que noté fue un enorme escritorio de madera cacariza. Con la primer comida un vigilante me dio este bolígrafo y estas hojas, y me dijo que si quería escribir algo me apurara porque «a más tardar al mediodía de mañana estarás muerto.»
Di un par de pasos por la celda, miré por la diminuta ventana y me sentí en cautiverio, como hace mucho que no me sentía. Estaba atrapado, apenas me daba cuenta de lo que eso significaba. Ya no podría arreglar las cosas con Nancy; y mis padres, ¿quién los mantendría ahora?; Y el pequeño Juan, mi hijo perdido, ya no lo encontraría nunca. La tristeza inundó mis ojos y debilitó mis piernas. Mejor me senté. Tomé le bolígrafo. Quería escribir pero la vista se me nublaba por los gruesos goterones que colgaban de mis pestañas hasta que la gravedad les ganaba y mojaban el papel donde unos segundos después empecé la redacción de cómo imagino que será mi fusilamiento.
septiembre 03, 2007
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2 comentarios:
me parecio bueno el cuento, aunque la conversacion con el tal mario suarez me parecio que estaba de mas, tal vez sea muy ersonal ese comentario pero igual queda bien sin eso
Me gusta el cuento, se mantiene la tensión en todo momento. Si tuviera que hacer una observación crítica diría que la narrativa no me parece muy original, como que todavía tiene "resavios" de lecturas que estás haciendo en el camino de tu formación como escritor...pero si no se empieza imitando ¿entonces cómo?...Tienes mucho talento, no dejes de escribir!!!
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