mayo 14, 2012

El acordeón rojo


El acordeón comenzó a sonar apenas las puertas del Metro cerraron. Era una canción triste, dramática, de esas que me remiten a un pueblo casi perdido, donde un anciano sentado a la sobra del quiosco mira con sus ojos que rompen tiempo hacia la montaña.

Una canción popular, sin duda, tan dramática que no podía ser ejecutada sino por una persona de manos callosas, piel tostada y quebrada como tierra seca, alguien que conociera la soledad del tiempo y ya no tuviera fe ni esperanza. Todo eso lo pensé solamente, porque yo me encontraba hasta el otro extremo del vagón, sentado de espaldas al músico, de modo que no lo podía ver (ni quise).

Lento, con más pereza que ganas, o quizá con ganas pero ya sin las fuerzas, quien tocaba el instrumento para conseguir cualquier moneda recorrió el pasillo. Cada vez la música me llegaba de más cerca. Imaginaba cómo el acordeón se contraía y expandía lentamente, al ritmo de la música, formando olas en el aire. Imaginaba también unos dedos gruesos, con uñas amarillas y quebradizas, tocando las teclas del instrumento.

De pronto, adelantándose a la música, una criaturita de escasos seis años pasó al lado de mi asiento, jícara de plástico en mano, pidiendo el tan ansiado y necesario dinero. La hija del señor que tocaba, pensé, y le puse un par de monedas sin que siquiera me mirara.

Entonces, de reojo vi el instrumento flotar a mi lado a la altura del hombro. Abajo del acordeón aparecieron unas sandalias de plástico y unos piecitos tiernos y mugrosos. Las manos que sostenían el pesado acordeón no eran anchas, morenas y con uñas amarillas, eran finas y a comparación del teclado que debían tocar casi diminutas. No era un anciano quien tocaba, era una niña de unos ocho años. La criaturita aquella obviamente no era su hija, más bien parecía su hermana. Pero en lo que creo que no erré es en que la pequeña música sí sabía lo que era la soledad, la tristeza. Y por su mirada sentí que ella no veía personas, sino un cerro a lo lejos.

Llegamos a la siguiente estación y el vagón del Metro se quedó sin la música. Ahora parecía más gris y triste. 

noviembre 25, 2010

He perdido mi brazo derecho

He perdido mi brazo derecho. ¡Dioses! Me he tardado tanto en escribir esto. Es tan torpe mi zurda, tan idiota, que en vez de Y tecleo la T. Pareciera como si a mi cerebro llegaran las órdenes reflejadas en un espejo.

Me miro y tengo un hueco en mi cuerpo, un vacio que siento que me jala, una nada que rompe el equilibrio y dificulta el balanceo. No fue sólo la mano, fue todo el brazo. Desde el hombro, la clavícula.

Ahora no lo siento, en verdad sé qué significa eso, no sentir mi brazo. Antes creía que no lo sentía, que mientras una mosca no se parara en mi muñeca no lo sentía, pero no, no, uno lo siente, aunque no lo sepa lo siente. Hasta que volteas y ahí está el terciopelo del sofá, el vidrio de la mesa, el chorro de agua que golpea tu cadera y no en tu brazo te das cuenta del verdadero significado de no sentir. Entonces quisieras sentirlo todo de nuevo, sentirlo todo con el máximo cuidado, cerrar los ojos y pensar en cada gota que humedece tibiamente la piel, en cada fina fibra del sofá, hasta en las que se endurecieron por la leche que se regó. Quisieras sentir algo tan frío, tan muerto, tan llano y puro como el vidrio en el que te recargas al sentarte a comer.

¿Qué es lo que uno hace sin su brazo derecho? Ya no podré leer en el Metro mientras me sujeto del tubo horizontal. Ni puedo, ¡carajo!, amarrarme las agujetas yo solo (tendré que comprar zapatos de esos con resorte). ¿Cómo partiré la carne cuando esté en casa? Hasta ahora la enfermera me ayuda con esas tareas, pero ¿y luego?

mayo 31, 2010

BARRAGÁN 7

Bien, pues aquí les dejo el cuento que ganó el 1er lugar en el certamen de la EPCSG en este 2010. Que lo disfruten. Y comenten.

BARRAGÁN 7

Algunos lo describen como un ave muy grande que se mueve en cuatro patas, con un pico enorme, cresta de brillosas plumas y articulaciones felinas. Otros dicen que es un jaguar cachorro de garras filosas que está envuelto en una especie de fina mascada que lo hace brillar, que su cabeza parece más bien de guacamaya y que tiene una larga cola emplumada, como la de un quetzal. En lo que todos coinciden es en que el sonido que emite (que unos describen como el de un rugido lastimero) paraliza al más valiente si se le escucha de maneara constante; y que si logras acercarte lo suficiente, el animal te da la virtud.

Nosotros llegamos esa noche a Xalapa, provenientes del DF. Era Semana Santa y tomamos el único autobús con dos lugares disponibles: el de las seis y media de la tarde, de modo que estábamos en la capital veracruzana casi a medianoche. Viaany, mi novia, le dio la dirección al taxista, a Barragán 7 esquina con Allende, por favor. Treintaicinco peos.

Barragán 7 es una casa de al menos 120 años de antigüedad. Perteneció al general Juan de la Luz Enríquez, primer gobernador de Veracruz y quien, dicen, le salvó la vida en tres ocasiones a Porfirio Díaz. Para las edificaciones actuales parecería una casa grande, aunque para el general Enríquez era la casa pequeña; cuentan que la casa principal estaba unas cuadras arriba de la catedral y que parte de ella fue vendida a la familia Chedraui. Donde ahora es el centro comercial, se dice, era tan solo la caballeriza. La construcción de Barragán 7 es de dos niveles: por Allende se entra a la parte baja, donde está un patio repleto de macetas y adornado con guacamayas y loros de madera y arcilla; por Barragán se entra directamente al nivel principal.

Viaany tenía llaves de la entrada de Barragán. A esa hora la casa no tenía ni una luz encendida, sin embargo las sombras se distinguían sin problemas. Un par de macetas en el corredor que da a la sala, cuadros, muchos cuadros, en las paredes, una mesa por allá con cuatro sillas, un espejo de cuerpo completo por aquel lado, una cantina al fondo, antes, los sillones y varios libreros repletos de figurillas indistinguibles, acaso un Quijote, una muñeca bailarina. La casa parecía tener su propia luna, tal era el tono de la luz que permitía moverme sin trastabillar.

Llegamos sin previo aviso. Viaany regresó ese día de Cuba y cuando se enteró que su abuelo, el señor Vélez, estaba enfermo quiso ir inmediatamente a Xalapa. Ella se fue a darles la sorpresa a sus padres y yo esperé en la sala.

El callejón de Barragán está a un costado del parque de Xalapa y a una cuadra hacia abajo del Palacio de Gobierno. La quietud de esta ciudad es tal que desde la soledad en la que estaba, sentado en esa casa de techos altos, podía escuchar el viento y el cantar de los pájaros. Cuando un carro pasaba frente a la casa, las calles empedradas me hacían imaginar que el auto se iba destartalando.

Busqué la cocina: pasé de la sala al antecomedor de cuatro personas, luego cruce una puerta para entrar al comedor que tiene diez asientos y al fondo, en otra pieza, se veía la estufa. Tomé un vaso y mientras bebía agua noté que una segunda puerta en la cocina estaba abierta. Daba al exterior, al pasillo del segundo piso que rodea al patio. Todos los cuartos tienen varias puertas, una es para ese pasillo y las otras para pasar, sin salir, a las habitaciones contiguas.

Dejé el vaso en el lavabo y regresé a la sala. Por pena no encendí ni una lámpara, aunque no fue problema para moverme. Me senté y sentí que esperé varios minutos, aunque ya se sabe que en el silencio y la noche los segundos se prolongan y el aburrimiento se apresura. Preferí seguir explorando la casa.

Ya con la vista acostumbrada a la poca luz podía distinguir mejor las cosas: una antorcha de México 68, figuras de mariposas colgadas en las paredes, una catrina de madera barnizada, una tetera de metal que parecía antigua y exótica, figurillas de porcelana, arlequines, mujeres con paraguas, más guacamayas, quijotes, macetas. Tratando de distinguir los cuadros, llegué a una habitación que no había notado y estaba cerca de la entrada. Era otra sala, pero se veía más antigua y cómoda. No soy experto, pero parecía una Luis XV. También había dos espejos enormes, con marcos de madera tallada, que casi cubrían toda una pared, la más grande. Luego me dijeron que eran muebles que pudieron mantener de la casa grande. Vi un biombo, también de madera tallada, que no me atreví a cruzar.

Me miraba en uno de los espejos cuando oí gritos, carcajadas, traspiés. La calle estaba al otro de los ventanales. No había cortinas sino unas puertitas de madera. Quité el seguro y el aíre arrebató la puertilla de mi mano, azotó contra la pared. Sentí que la pena y la culpa me hormigueaba el cuerpo. Los ventanales no tenían cristal, sólo unos barrotes negros, de modo que durante el día se abren las puertitas de par en par y así, además de lucir su elegancia a los peatones, la casa es refrescada por el viento.

Qué hermosa noche, pensé. Desde ahí podía ver la copa de los árboles del parque. La luz de la luna casi llena atravesaba con pereza la neblina típica de Xalapa. Chispeaba, como siempre. La calle empedrada brillaba de lo húmeda, pero no había charcos. Y el frío era cálido, se podía andar bien sin necesidad de un suéter, salvo por las gotitas suspendidas en el aire. Así estaba cuando…

Al interior de la casa escuché un ruido. Giré instintivamente y no vi nada. El hormigueo regresó acompañado de un frío descendente. Busqué la orilla de la puertilla para cerrar el ventanal y ahí escuché ese ruido. Era como si alguien caminara arrastrando una pala metálica, al ritmo de cada paso se oía un chirrido lastimero sobre el empedrado. Venía lejos, de Allende. Me dio mucho frío. Se añadió un carraspeo andrajoso, aunque más bien parecía un rugido maltrecho, viejo. Un sonido añejado para agazaparse en los ruidos cotidianos de las urbes y no ser descubierto. Parecía un triciclo transportando hojas de aluminio, o un auto con la suspensión averiada. El eco era más fuerte y mis ojos lagrimearon, no había parpadeado y tuve que concentrarme para lograrlo, fue muy raro eso. Me asomé a la esquina de Allende con Barragán, y un hueco en el alma me llenó de angustia. Mi mano, la que había alcanzado la puertilla de madera, estaba tensa. El ruido continuó: metal raspando las piedras del suelo, rugido tísico con bufe al final, metal raspando las piedras, y ahora algo suave que se arrastra constante, rugido tísico, metal raspando, las plumas cepillando la calle empedrara y húmeda…

Demasiado tarde, mi cuerpo se tensó tanto que no podía mover un solo dedo. Me dolía todo. Quería gritar y no podía. Quería cerrar los ojos, taparme los oídos, cerrar el ventanal, pero mi cuerpo estaba petrificado.

No quiero inventar, sólo quiero contar esto y lo hago con los elementos que mi razón acepta, sin añadir fantasías. Lo siguiente que vi fue a un hombre, o más bien su silueta cruzando la neblina. Caminaba paso a pasito. Se detuvo antes de cruzar Barragán. Alzó la vista y se irguió. Del otro extremo de Allende, atrás del muro que soporta a la calle que varios metros arriba entronca con el Viaducto, apareció una sombra que lentamente se sumergía también en la calígine nocturna. Lo primero que vi fue su pico grande y chato que terminaba en un gancho, luego era inevitable no notar que sus ojos emitían un reflejo opaco de la luz de la farola. En el empedrado aparecieron unas patas acolchonadas que pisaban lenta y firmemente, y que cada vez que se alzaban rasgaban con sus filosas garras el suelo. Su cuerpo, en efecto, era felino aunque en el costado tenía lo que quiero pensar que era un plumaje tornasol. Su aspecto era más de quimera que de nahual, pero vamos, cada cultura nombra a estas criaturas como quiere. Al final, donde sólo le faltaba una cola de león, estaba una larga trenza de plumas que parecían una serpiente y terminaba en un abanico real.

El hombre, firme, miraba de frente. La bestia caminó hacia él y se detuvo a un par de metros. Mis ojos lagrimeaban por la falta del parpadeo. Se miraron un instante y luego el anciano, apoyando sus dos manos en el bastón, inclinó su cabeza en un signo solariego de respeto. En animal bramó de tal forma que mi respiración se detuvo por un instante. Acto seguido se alzó sobre sus patas traseras manteniendo brevemente el equilibro gracias al despliegue de unas alas que formaron remolinos en la bruma, pataleó en el aire y cayó suavemente. El movimiento hípico hizo que los pájaros dejaran en parvada los árboles. El hombre alzó la vista. El animal le regresó el saludo linajudo: adelantó una pata y luego agachó su cabeza bajando también todo su torso.

Animal y hombre caminaron para su encuentro. Él lo acarició con su mano trémula y luego lo recargó en su pecho. El nahual se dejó lisonjear y chilló aguda y casi imperceptiblemente. Era como el saludo que se le da a alguien que la ha estado pasando mal. De la misma forma el animal se apresuró a lamerlo de forma cariñosa para al final dejarle caer sobre su nuca unas gotas de su saliva. Las moléculas brillaron y desaparecieron. El animal dio media vuelta y se perdió silenciosamente en la neblina. Hasta entonces mi cuerpo tuvo un suspiro. Sin más me dejé caer en piso fresco. No entendí qué había pasado.

La casa, de lo grande, hace audible muchos ruidos. Yo escuche un crujido atrás del biombo. Me levanté, cerré el ventanal y aun con el alma en duda vacilé hasta la sala donde Viaany me había dejado.

Cuando ella regresó encendió la luz. Los cuadros en las paredes eran los reconocimientos que el maestro Vélez ha acumulado durante su vida como director del Ballet Folklórico de la Universidad Veracruzana. Uno por cada festival en el que ha participado alrededor del mundo, varios por sus años de trayectoria (el más reciente hablaba de medio siglo), por cientos de méritos, por todo tiene reconocimientos el señor, ya monedas forjadas con su rostro, ya el clásico diploma en papel membretado. También había poemas a su persona y un Diego Rivera. Las figurillas de los libreros eran tan variadas que no alcanzaría este relato para describirlas, desde pavorreales miniatura de cristal hasta carros de madera. Libros y discos de música folklórica. Cientos de objetos de todas partes del mundo: ceniceros, pisapapeles, llaveros, bisutería galardonada de valiosísimos recuerdos, suvenires caros de calidad y cariño. Toda una vida dedicada a la danza. Por algo no pocos dicen que el ballet del maestro Vélez es el mejor en México en cuanto a danza folklórica se refiere, superando al de Amalia que más bien lo consideran un ballet clásico con ropas de charro. No por nada muchos dicen que es un virtuoso del ballet.

No le conté nada a Viaany.

Horas más tarde, después de saludar a la familia de mi novia, y mientras nos servían el desayuno, vi en el reflejo de una vitrina la figura de un señor que venía. ¡Abuelito! Gritaron Viaany y sus hermanas. Luego de saludar y dejarse querer, el señor Vélez dijo dirigiéndose a mí, Hola, chamaco. Y luego hacia su hija, Y ese quién es. Todos rieron. Fui presentado. Sus ojos tenían cierta picardía.

En el transcurso del día Viaany me mostró la casa. Supe entonces que atrás del biombo de madera estaba la habitación de su abuelo. Y también supe que mejoró bastante de salud esa noche.#

agosto 11, 2009

La triste historia de Pedrito

Pedrito buscaba su comida a mis pies. Quizá relaciona a una figura como la mía con alimento, con desperdicios que él puede aprovechar. El caso es que había encontrado un buen trozo de quién sabes qué cosa asquerosa, y se disponía a comerlo.

Pedrito se mueve dando diminutos brincos con sus dos extremidades juntas, parece un canguro miniatura. Así merodeaba a mi alrededor, con movimientos veloces pero precavidos, como los de un sirviente que no quiere enfadar a su señor.

Yo estaba sentado con la pierna cruzada, observando cómo Pedrito miraba para todos lados cuidándose que nadie lo sorprendiera, y cuidando que yo no tratara de hacerle daño. Luego, con una serie rápida de pequeños saltos se acercó a la inmundicia que pretendía comer. Más rápida aun fue su retirada. Apenas le dio un picotazo al trozo, ni lo saboreó, cuando ya estaba de regreso en su puesto inicial, a una distancia segura de mí. Sólo me estaba calando, viendo mi reacción. Entonces hubiera huido con una sola sacudida de mi brazo, pero por supuesto no hice nada, sólo me le quedé mirando.

Su cabeza no paraba de moverse, cuidando todos los rincones. Así arremetió por segunda vez, siempre impulsado por una ráfaga fugaz de saltos, con sus piernitas juntas. Ya con más confianza dio tres o cuatro picotazos. Desmembró un pedazo y lo ingirió mientras de nuevo se alejaba del alimento y de mí. Supongo que le gustó porque atacó dos veces más. A la tercera se animó y se llevó a una distancia segura el trozo entero. Me miraba, aun temiendo que lo atacara.
Se veía contento. Picando casi con desesperación su comida. Mirando para todos lados. Saltando alrededor del trozo. Comía muy alegre cuando otro de su especie llegó volando. Quizá era su amigo porque ambos compartieron la comida. Al fondo se acercaba, empujando su cabeza con cada paso, un enorme palomo. Pedrito y su amigo lo miraron. Incidentalmente, como cuando te dejan con la mano extendida en un saludo que nunca llegó, el palomo cambió de rumbo desviándose a un costado. Los compañeros siguieron comiendo, ayudándose para desmembrar pequeñas partes del trozo entero. Comían tan contentos.

Pero no les duró mucho el gusto. Del cielo llegó un malvado que en la cabeza estaba teñido de rojo. Pedrito y su amigo compartieron muy familiarmente su comida, que era suficiente para los tres o incluso para un cuarto. El rojo probó la inmundicia y le gustó. Tomó el trozo entre su pico y brincó un par de veces (él también se movía con pequeños saltos), dando la espalda a los amigos.
Ellos parecieron no entender lo que pasaba, así que ambos brincaron hasta llegar al alimento. Picaron una sola vez y el rojo, indispuesto a sufrir otra interrupción, tomó de nuevo el trozo y se fue, agitando sus alas grises y negras, muy lejos de Pedrito, que se quedó tristísimo por perder su alimento, mientras su amigo emprendía el vuelo tras el ladrón y se perdía entre los matorrales.

Resignado, y sin olvidarse de mí, del peligro que alguien de mi tamaño le representa, Pedrito peinó la zona en busca de más alimento. Una miga de pan aquí, un trozo de fritura allá, pero nada como ese trozo de inmundicia que tanto le había gustado. Continuó merodeando, a mi alrededor, cabizbajo y con su plumaje más gris que hace cinco minutos.

agosto 04, 2009

El efecto de la luz artificial

El efecto de la luz artificial resulta hipnótico. La continuidad de los hechos hace que todo resbale casi previsiblemente. Justo ahora, en el momento en el que Manuel está por besas a Denise, llega el exesposo, corta cartucho mirando la mano de Manuel que tiene tres dedos abajo de la cintura de ella, que usa ese vestido negro que desde siempre le ha entallado a la perfección. Ellos giran en redondo al escuchar el chasquido del arma y miran con unos ojos así de grandes.
Ya se sabe lo que pasará, piensa José, resulta casi fastidioso y absurdo comprobarlo. Pero ya ha pagado las entradas y el paquete de palomitas grandes con nachos y refresco de cola. En otras circunstancias pensaría en abandonar la sala, pero la mira, está con ella, está a su lado, la chica del 401, la que siempre le ha gustado. Y parece que ella disfruta de la función, disfruta pensar que es Denise, así de liviana, con esa elegante sencillez. Imagina que tiene su cintura, su figura torneada por el maestro supremo en una tez de marfil, y que dos hombres apuestos mueren por ella. Casi suspira del anhelo.
Alexander, el millonario, mira con desprecio a su hasta entonces amigo. Manuel hace una mueca y dice algo que se entiende no como una disculpa, no como si lo lamentara, ni si quiera como si sintiera vergüenza, más bien suena a justificación, a exhumar el recuerdo de cuando Alexander la abandonó, y luego le dijo a Manuel que la odiaba, y luego Manuel fue a ese bar del Paseo Luz donde se encontró a Denise, y bebieron toda la noche sin siquiera rozarse las manos. Desde entonces una suerte de azares y atinos los atrapó, los fue cercando hasta esa noche, hasta esa fiesta y hasta ese balcón, pero nunca ha pasado nada, te lo juro Alexander, este iba a ser nuestro primer… Entonces ella interviene, no es algo que buscáramos, Alex, por favor, seamos civilizados, siempre lo has dicho, dice.
José tornea los ojos, pensando en lo absurdo que resultan los diálogos y que si él fuera millonario les daría la bendición, es más, sería padrino en la boda y luego conseguiría a alguien mejor, seguro que las hay. ¿Qué, dijiste algo?, pregunta Brenda sin dejar de ver la pantalla. Alexander camina lento, el arma empuñada, así que quieren hablar ¿eh? Que si quieres un pay, responde José. Creo que es lo más sensato. No, gracias, aun quedan palomitas. Bien, adelante, empiecen a hablar, y Alexander baja el arma. Ellos se relajan. Brenda también se relaja y se hunde de nuevo en el asiento rojo. Entonces José se le queda viendo, estuvo tan tensa que hasta a él le dolieron los hombros. Debe ser de las que todas las noches miran las telenovelas y se enojan por los sinsentidos que comenten a cada instante los personajes. Seguramente piensa que se va a casar con un millonario o que ganará la lotería en cualquier instante. Como por inercia, inconsciente y resbaladizamente, mira de nuevo la pantalla del cine Real: de manera inexplicable Alexander ya está recargado en una esquina del amplio barandal de piedra, con la negrura de la ciudad a sus espaladas. Frente a él están ellos, sus bebidas en el barandal, una enorme maceta atrás y el luminoso ventanal, que da al interior de la fiesta, a un costado. Se hace un silencio prominente, augurio de que todo está por caer como fruta madura. José casi bosteza, esperando los balazos. Desde el fondo llega Lover man, tambaleándose entre altos y bajos. Desde ahora José presta una atención de brujo, como si hubiera sido picado por una mosca. Con el jazz de fondo, la película le parece más en blanco y negro que antes. Está al filo del asiento, expectante. A Brenda se le ha dibujado la sonrisa de quien espera recibir un regalo.
Suave, sin esfuerzo, con la seguridad de quien conoce a su mujer desde toda la vida, José le toma la mano a Brenda, quien no se perturba, sino que, acto reflejo, afloja los dedos para que los de él embonen en los suyos. Un movimiento maestro, delicado y preciso, perfeccionado por siglos, que culmina con el mismo sentimiento de quien coloca la última pieza del rompecabezas.
Para José es la confirmación de que va por buen camino. Aun así su corazón cabalga con fuerza. Las manos de Brenda son muy suaves y frescas. Dan ganas de besarlas.
Alexander desliza delicadamente su mano por debajo de la solapa, saca un cilindro negro de la bolsa interna mientras Denise y Manuel se enredan en una explicación confusa. José frunce el seño, algo anda mal en las tomas, los encuadres son muy rígidos, torpes, como si las cámaras estuvieran sin saber que precisamente ahí se desarrollaría la escena. El cilindro negreo resulta un silenciador que ahora Alexander atornilla al arma. Ellos lo miran con susto, pálidos. Ahora la escena se desarrolla desde una visión poco convencional, pero que favorece al sentimiento de angustia: en primer plano están las espaldas oscuras de Denise y Manuel, obstruyendo casi toda la pantalla y dejando una rendija en forma de “v” al centro, por donde se ven, al fondo, las acciones de Alexander.
Espera Alex, qué haces, tú no eres así, dice Denise. Pero parece que él no ha escuchado, alza el arma, apunta aparentemente al pecho de su viejo amigo. No se ve el rostro de Manuel, quien no dice nada. Luego, con un movimiento lento pero firme, desliza un poco el arma y apunta directamente hacia la cámara, es decir hacia la “v” que forman las espaldas. Se escucha el chiflido del disparo, un impacto seco y todo se va a negros. Se oyen tres disparos más. Luego una voz desconocida dice: “Éste desgraciado”.
Brenda parece consternada, no entiende lo que ocurre, se acalora, suelta la mano de José, quien ya ni parpadea porque quiere entender qué pasa, qué juego broma les ha jugado el cineasta. Una última escena en blanco y negro. Otra vez la cámara fija, ningún travel, no dolly ni crane, si a caso un tilt o un paneo pero de movimientos torpes, robotizados. Se ve la maceta rota por una orilla, la tierra desparramada, una videocámara quebrada. Se ven los rostros pálidos de Denise y Manuel. Es casi una fotografía fija. Entonces todo se aclara cuando la toma se va como separando de sí misma hasta que se aleja por completo y ahora, en la enorme pantalla del cine Real, se observa un panel de pequeños televisores, es un panel de vigilancia. Cuatro de los monitores están oscuros, sin imagen. Se entiende que son los que ha destruido Alexander.
¡Dónde están! ¡Quiero verlos!, dice la misma voz extraña de hace rato. Aparece a cuadro un tipo malencarado, de seño fruncido, con barba y fumando un puro. Se nota el rojo de su bello facial, los café del habano y el dorado de su reloj. Claro, reflexiona José, la parte en blanco y negro eran las cámaras de vigilancia. El empleado tranquiliza al jefe diciéndole que los verán cuando entren de nuevo a la fiesta. Mientras tanto, Brenda está decepcionada, una linda historia de amor se ha convertido en una película de espías. Su mente se distrae, pierde la continuidad de la trama mirando a José.
No es guapo, siempre trae la misma ropa y su mirada a veces es incómoda, muy analítica, como buscando el error, la incongruencia en todo lo que lo rodea, incluida una, piensa. Seguramente es de los que ven documentales y películas desconocidas. Qué flojera, no volveré a salir con él. Los tres: Denise, Manuel y Alexander escapan de la fiesta, roban un Mercedes-Benz y corren por una autopista que va cuesta arriba. Ni me pela, se dice indignadísima Brenda, prefiere las persecuciones estúpidas, como todos. José sostiene su barbilla con una mano. Ahora dos carros persiguen a los que huyen, disparando sin atinar. Pero ya verá como sí me hace caso. Llegan a un poblado de calles estrechas y empedradas, con fuentes y jardines, muy europeo; Alexander maniobra y logra escabullirse de sus perseguidores. Brenda cruza la pierna de forma muy llamativa, dejando que la abertura de su falda permita ver su muslo. José, sin dejar de ver la película se echa para atrás y se hunde de nuevo en el asiento. En una casa humilde ya los esperaban. Bajan deprisa y alguien más se lleva el auto. Entran por una puerta falsa. Desde esa posición mira mejor, realmente tiene piernas bonitas. Ella se da cuenta que está mirando y sabe que no será difícil continuar.
Qué piernas tiene, carajo, pero qué puta se ve así. Parece un niño mocoso, quiere pero no sabe cómo. Sendos pensamientos. Alexander les explica lo que puede: la amenaza a su persona, el artefacto tan preciado que tiene Manuel sin saberlo, el riesgo que corría Denise si permanecía con él. ¿Eso es amor?, pregunta tiernamente Brenda, acercándose al rostro de José para no hablar muy fuerte. No lo sé, en todo caso no le tuvo la confianza desde el inicio, y no creo que exista el amor sin confianza. Ella, sin responder, se recargó en el hombro de él. Qué preguntas tan cursis hace esta mujer. Ash, porqué no pudo decir simplemente que sí, aunque sepamos que no es cierto.
Lo tomó por el cuello y sin más le dio un beso largo y erótico. Los labios gruesos de Denise se veían tan suaves al unirlos con los de Alexander, que José se humedeció los suyos. Siempre supe que me amabas, lo sabía por la forma en la me mirabas. Apenas escuchó estas palabras Brenda volteó a ver a José, quien ya la miraba. Ahora no tenemos tiempo, pronto vendrán, debemos irnos por ese túnel.
Pensándolo bien es feo, ni se rasuró. Qué naca es Brenda. Y puso su mano en la rodilla de ella. Ambos miraron alrededor, la sala del cine estaba casi vacía, solo un par de personas más que se sentaron varias filas abajo de ellos. En realidad ninguno quería ver esa película, porque sabían que era mala, pero precisamente por eso decidieron entrar a la función. Cuando vieron la cartelera buscaron la opción menos popular. Brenda fue la primera en sugerir Amor oculto, y José aceptó pensando que Brenda en verdad tenía mal gusto. Pero aceptó tan natural y emocionado, que Brenda creyó que José era un estúpido. Ahora ambos se besan y él acaricia el muslo descubierto y suave, mientras ella siente con su mano el pectoral de José.
Cuando encendieron la luz de la sala aun se veía a Manuel despidiendo a Alexander y Denise mientras se alejaban en una limusina con latas amarradas a la defensa trasera.
Te amo. Y yo a ti. Desde la primera fiesta en la que coincidimos me pareciste sexy. Y tú siempre has sido tan inteligente…

junio 24, 2009

B

Le gustaba el vino tino, aunque no sabía mucho del tema. Prefería los vinos franceses porque había escuchado que eran los mejores. Los argentinos le parecían un tanto artificiales, sin personalidad. Los españoles le sabían secos. Y los mexicanos los bebía como agua avinagrada. Claro que todo esto, estas opiniones se las fijaba muchas veces a priori, sin probar los vinos.

Tenía sólo dos copas que únicamente usaba en compañía de Dolores, su novia mezcla de Oaxaca y Veracruz.

Ah, Dolores. Siempre tan liviana y tardía. Esperarla era un dulce martirio que aprovechaba para leer o escribir. Muchos de sus textos los empezó en la antesala de Dolores, en su presencia pasiva.

En realidad Manríquez era un terco, un necio inamovible, una garrapata que espera lo necesario hasta que su víctima pasa justo debajo y entonces salta. Así era Manríquez y se consideraba estoico por estúpido. Tengo la paciencia del vagabundo, se decía, es el tiempo de mi vida y lo gasto como se me plazca.

Sin embargo siempre era puntual. Es uno de mis defectos, reflexionó, porque en México nadie es puntual, todo mundo se cita a una hora pensando en que las personas lleguen a otra. En fiestas como los cumpleaños y bautizos, se les cita a las personas para que lleguen una o dos horas más tardes. Si vas a comer con alguien son de 15 a 30 minutos de retraso. Incluso en las escuelas y algunos trabajos la hora de entrada tiene tolerancia de hasta 10 minutos. Pero yo siempre estoy puntual. Siento que me sobra tiempo. Que voy delante de todos. Y por lo mismo odio cada vez que me hacer esperar más de lo que tenía previsto, porque entonces comienzo a perder tiempo, ya no voy delante sino que me rezago involuntariamente, caigo en un pantano de arenas movedizas que me atan al suelo, y me absorben desesperadamente.

Esperar, en México, es un juego de póquer, donde puedes armar tu jugada, prever posibilidades, medir riesgos, pero al final siempre se depende de la mano del otro.

junio 23, 2009

A

El viejo me dijo que escribía horriblemente. Que el realismo mágico ya era chicle masticado, que mis vulgaridades le recuerdan a Bukowski y que el hipertexto cortazariano era imperfecto en mis textos. Todo esto me recordó a Villoro, quien dijoe en cierta reflexión: La frase debería ser tan rara como la de un chef que dijera: "ese guiso es demasiado gastronómico".

Pinche gordo burgués, pensé. No sé por qué odio a los ricos, o a los que pretenden serlo vistiendo ropas de marca, malditos snobs. Creo que me irrita verlos en fotografías con sus caras de hipócrita preocupación cuando hacen campañas sociales. Se sorprenden tanto de la realidad a ras de suelo, de la pobreza de México, que solo evidencian su inconciencia social. Quieren ser amables, pero nos tratan con pinzas para no tocarnos. Se recubren de polietileno y ponen su sonrisa plástica para la Canon de la sección de sociales.

A mí me no venga a joder con eso de la escritura “correcta”. Me embota lo “correctamente literario”.
So retrógradas.