abril 30, 2009

ASALTO SEXUAL

Liliana cortó con su novio, seis años mayor a ella, hace ocho meses. La entrepierna le ardía lujuriosamente a los dos meses de soledad, por lo que se metió a practicar Kick boxing, para apaciguar las ansias su sexo, pues no creía en la masturbación. «Aunque no sea una cosa de fe, no creo», se decía, segura de que los hombres no eran necesarios para ninguna mujer.


***


Una señora de proporciones amplias hurgaba por todo el outlet, traía puesto un vestido floreado que le llegaba hasta los tobillos, tan guango que apenas se distinguían sus senos y el abdomen. Tomaba cualquier playera de los tubos empotrados en las paredes y sin quitarles los ganchos se las probaba por encimita a su hijo, quien visiblemente se mostraba avergonzado de que su madre, quince o veinte centímetros más alta, le comprara la ropa. «De veras Martín, no sé cómo te puede gustar esto. Mira nomás que colores, sólo hay en morado y amarillo –le decía a la vez que dejaba las playeras encima de los tubos que a la mitad de la tienda había, con más ropa colgada- Y estos dibujos tan feos, ay Dios, con calacas y cruces por todos lados. De veras Martín, no te entiendo. Tus compañeritos se van a seguir riendo de ti. Pero bueno, tú te vas a poner esta ropa».

En eso estaban, con la señora desacomodando media tienda y Martín tras de ella, con los ojos clavados en sus desvencijados Converse de botín negros, cuando la campanilla electrónica de la entrada sonó. Según los cálculos de Martín ya eras las tres, “lo que significa que…”, alzó la mirada hacia la puerta y vio entrar a Lina, con sus muslos duros metidos en las medias de algodón negras que le llegaban arriba de la rodilla, y una faldita roja a cuadros, tan corta que a cada paso se levantaba livianamente dejando ver su piel lisa y clara. Una blusa de licra torneaba su figura, terminando en ese escote pronunciado por donde asomaban unos senos aprisionados, firmes y prominentes. Sus labios pintados de negro y el piercing a un costado del labio le parecían a Martín especialmente sádicos. Notó que se acababa de teñir el cabello de rojo, y el sol que resaltaba en su omóplato izquierdo seguramente era nuevo, sin duda, porque aun estaba irritada la piel luego del tatuaje.

-Hola Clau, ¿cómo han estado las ventas hoy?
-Pues ya te has de imaginar, Lina –le dijo Claudia, poniéndose de puntitas para darle un beso por encima del aparador-, es mediados de quincena.
-Pffff… aburridísimo, de seguro. Pero no te preocupes, ya vine a tu rescate –dijo Lina acomodándose la falda con ayuda de las manos y un movimiento de caderas impresionante.

Lina pasó al otro lado del mostrador y antes de que su amiga abriera la caja para iniciar con el corte del turno, puso sobre el vidrio del mueble un paquete envuelto en papel estraza, decorado con un moño morado. ¡Lina, te acordaste!, le dijo Clau. Sonó la campanilla de la entrada, pero no prestaron atención. Claro que me acorde, no manches, si casi cumplimos años el mismo día. La madre de Martín lo jaló hacia ella al ver la pinta del que acababa de entrar. A ver, veamos que mamada me regalaste este año eh. Rompió el papel y sacó una blusa de Bershka, unos lentes oscuros imitación Dolce&Gabbana, y al final encontró un látigo de cuero y unas esposas de acero. Lina humedeció los labios y las dos rieron. Sonó de nuevo la campanilla, ambas miraron más por instinto, aun con resquicios de las carcajadas. «Por eso nadie compra en esta tienda –pensó la madre de Martín-, son… tan… locas». Vieron a un hombre joven común y corriente, que miraba a través de unos lentes tipo Woody Allen para todos lados, sin encontrar nada de su agrado. Pues felices veinticinco, Clau. Ay gracias, Lina, igualmente pero por adelantado eh, a ver si armamos algo el próximo viernes, ¿no?, para festejar juntas nuestro pinche cuarto de siglo. Lina echó a reír y le aseguró que harían algo ese día. Le tomó por la mano. ¿A qué hora entró ese?, preguntó Lina. Ni pinche idea eh, jamás lo había visto.

Era un hombre flaco y ya maduro, que con sus botas de suela de caucho lucía diez centímetros más alto de lo que era, aunque igual se jorobaba. Vestía de cuero y estoperoles. No lucía con mucho dinero pero igual tomó unas pulseras con picos, un cinturón de estoperoles, una cadena larga, con seguro para el cinturón de un lado y una argolla para llaves del otro, un chaleco de mezclilla y se dirigía hacia las playeras y camisetas.

Era una tienda que mezclaba a la vieja guardia del heavy metal, a los emo de playeras rosas y pantalones entubados, a los choppers y a los skatos. Pero generalmente nadie tenía dinero para pagar tantas cosas.

Qué pinche rara es la gente que viene aquí eh, dijo Claudia. Pues yo me echo a cualquiera, dijo Lina sin guiñar el ojo, a este nomás le quito los lentes y le pongo bisoñé y al otro le quito las botas, pero que se deje el cuero. Volvieron a reír. Pues ahí está tu noviecito eh, míralo, con su mamá. Las dos mimaron a Martín. Ay no, ¿la señora que desacomoda toda la tienda? Sí, ella misma, y ya es de tu turno. El de los lentes de pasta caminaba por los pasillos sin atender realmente la mercancía y sólo de vez en vez levantaba algo como para disimular. Voy a ver los tenis, le dijo Martín a su madre, mirando a Lina. Uh, ya te vio eh, le dijo Clau a Lina. El de los estoperoles ya había tomado también una camiseta toda agujereada, de las más caras. El de los lentes pasó de nuevo por el mismo pasillo y las miró. Clau y Lina se quedaron viendo la tienda. Algo pasaba. Varias veces cruzaron miradas con todos, hasta con la señora.

Se escuchó un sonido agudo y estridente que le arrancó un grito a la madre de Martín y unos brincos a Liliana y Claudia. En seguida se escucharon los pasos pesados del hombre de las botas de caucho, corriendo por toda la tienda hasta donde estaba Martín, quien a pesar de sus diecisiete años parecía no entender qué pasaba. Lo rodeó con sus brazos. Alguien más entraba a la tienda, así lo anunció la campanilla eléctrica, pero ante la escena no se atrevió a pasar y giró en redondo. Claudia quiso gritar, pero se tapó la boca con ambas manos.

¡Ay chamaquito, mira lo que haz hecho, es el colmo contigo!, le gritó a su hijo. No le pasó nada, señora, no se preocupe, le aseguró el hombre de caucho. ¿Pero qué pasó aquí?, dijo Lina saliendo de atrás del mostrador. Pues que este chamaquiiito es un travieso que no se sabe comportar, dijo la madre. El hombre estaba con una rodilla en el suelo y sostenía a Martín en sus brazos; le cayó el espejo que tenían allá arriba, explicó. Pobrecito, dijo Lina mientras se agachaba sin doblar las rodillas para tomarle la mano a Martín, quien pensó que era lo mejor que le había pasado en mucho tiempo y que eran unos estúpidos los que creían que romper un espejo era de mala suerte. El hombre de caucho no pudo evitar mirar las piernas de Lina, seguir el recorrido ascendente por los muslos cada vez más anchos, hasta ver cómo chocaban entre sí las piernas y la piel se deformaba en ese encuentro, de ahí seguir las prominentes caderas y la fina cintura hasta llegar al exorbitante escote lleno de carne, donde corroboró que no usaba bra. Lina se dio cuenta de ello y se agachó más para darle un beso en la mejilla a Martín, que sintió cómo lentamente se abultaba su pantalón. El hombre, al ver más al interior, también tuvo una erección. ¡No, nada de pobrecito, este chamaco va a pagar ese espejo!, dijo colérica la madre, cruzando desde su esquina hasta el centro, frente a la caja, donde estaban Lina, el hombre y Martín, que sentía un fresco húmedo en su nuca, sangraba levemente.

Así estaban cuando sonó la campanilla de la caja registradora, todos voltearon a donde estaba una Claudia pálida. ¡A ver hijos de su pinche madre, ya saben que hacer!, dijo el joven de los lentes estilo Woody Allen, a la vez que apuntaba para todos lados con un arma que bien podría pasar por una de juguete, pero que era lo suficientemente real como para paralizar a cualquiera. Inmediatamente la señora dio con el suelo al caer desmayada. Sólo así te callas, pensó el hombre de caucho mirando el bulto floreado sobre el piso. ¡No se muevan!, bueno sí, mejor pónganse de pié. En eso iban cuando cambió de opinión, mirando para todos lados. ¡No!, mejor quédense así, de rodillas. Obedecieron. ¡Y tú!, dijo apuntándole de nuevo a Claudia, ¿no has metido el dinero en la mochila?... ¡Chingá!, ¡por qué!, ¡por qué no me hacen caso!, dijo el asaltante a la vez que enfurecido rompía el vidrio del mostrador, pensando que había sido un buen golpe porque todos cerraron los ojos y Claudia reaccionó favorablemente. Gritó enfurecido. «Está nervioso», pensó Lina.

Martín ya estaba recostado en el suelo y el hombre vestido de cuero tenía los brazos levantados, mostrando sus manos limpias. «Marica, como todos», se dijo Lina. Despacio Claudia alzó la mira hasta donde estaba su amiga. Lina también la vio y en seguida miró al asaltante. El Asaltante que miraba a Claudia siguió el gesto y recibió de frente la mirada penetrante de Lina. ¡Rápido-hija-de-la-chingada!, le dijo a Claudia y con un cinturón le dio un latigazo en el brazo. Claudia lloraba pero terminó. ¿Es todo? Sí señor. ¡Segura! Sí, señor, segura, contestó Claudia sobándose el golpe y sin limpiarse el rímel corrido. El asaltante agarró la mochila y la revisó, le pareció bastante dinero, sonrió. Cuidadito y dicen algo, les advirtió con la respiración agitada y corrió hacia la salida. Al pasar junto a Lina ésta empujo al hombre de caucho -quien gritó espantado porque tenía los ojos cerrados- hacía el camino del asaltante, quien a pesar de alcanzar a darle un porrazo con el arma, fue tropezado. Lina, que tenía ambas rodillas en el suelo, se levantó de un movimiento y sin usar las manos. La madre de Martín pensó que era hora de dejar de fingir y con su bolsa, que nunca soltó, le dio un golpe a la mano de asaltante, provocando que el arma patinara lejos. Lina se acercó saltando al hombre de caucho que se mantenía boca abajo y con las manos en la nuca, sobándose del golpe. Menos ágil y ya sin lentes, el joven asaltante se levantó, miró a Lina y luego la salida. «Pinche puto», pensó Lina al darse cuenta que quería huir, pero se le anticipó y bailando en puntas se le acercó más, hasta que el asaltante intentó golpearla con la mochila. Ella esquivó el golpe con pequeño saltillo lateral, que a la vez le sirvió de impulso para sacar una patada desde atrás que impactó con todo a un costado del abdomen del hombre. Con un giro inverso soltó otra patada. El hombre se había doblado. Ella seguía bailando como en un ring. Martín, desde el suelo, sólo veía el trasero firme y la pequeña braga que con cada patada Lina dejaba ver. El asaltante, desesperado por su inferioridad, se le lanzó con los brazos extendidos a la cintura de Lina, apostando a ganarle por peso. Lina alcanzó a alzar una pierna.

La señora sólo miró cómo los dos cuerpos prensados caían hacia donde estaba su hijo. Al abrir sus ojos, Martín se dio cuenta que inexplicablemente tenía una mano bajo la falda de Lina y sus narices metidas entre los senos, mas suaves de lo que parecían y con los pezones duros. Lina empujó a un lado al asaltante, que había quedado noqueado luego del rodillazo, y en seguida le quitó suavemente la manó a Martín, quien visiblemente estaba excitado y asustado a la vez. Lina se levantó, subió sus medias, bajó la falda y estiró la blusa de lycra. La señora jaló a su hijo y huyeron casi corriendo. ¿Estás bien, Lina?, le preguntó su amiga. Sí, sólo me duele un poco la rodilla, contestó mientras se revisaba la zona. Luego pateó al hombre de los estoperoles, que seguía bocabajo y le dijo que dejara todo y se marchara. Él no quiso mirarla a los ojos y salió con el rabo entre las patas. Déjame ver esa rodilla, dijo Clau y se acercó con un gesto en la cara como tratando de enfocar bien la vista. No es nada, no te preocupes, éste wey ya estuvo, mejor ve a tu casa y descansa, le dijo Lina a Clau. Pero… Pero nada Clau, insistió Lina, mañana hacemos cuentas. ¿Y tú?, le preguntó su amiga visiblemente preocupada por el cuerpo del delincuente. No te preocupes, sólo déjame tus esposas y el látigo, por si despierta, yo ahorita le marco a la policía y cierro la tienda, mintió. Okey, dijo Clau, conociendo bien la terquedad de su amiga, tomando su abrigo, te cuidas Lina. Y se marchó.
***
Por la bodega de atrás pasaban algunos tubos de agua. La luz estaba apagada.

Poco a poco el asaltante volvía en sí, hasta que el frío en su espalda y nalgas lo hizo querer incorporarse. La realidad fue perturbadora: 1) estaba acostado, con los brazos extendidos sobre su cabeza y con las manos esposadas a un tubo, 2) estaba desnudo. Pataleó desesperadamente y notó que las piernas también estaban amarradas. ¡Lo siento, yo no quería… lo siento!, le suplicó con un sollozo a la oscuridad. Una lámpara apareció justo frente a sus ojos, cegándolo.

¿Sabes? –le dijo al oído una voz seductora, como tratando que las palabras acariciaran su falo- en mi casa siempre me dijeron que era preferible que una mujer lo hiciera con un caballo antes que masturbarse, así era mi madre, le gustaba decir cosas fuertes para que se me quedaran grabadas, y lo consiguió, por eso no creo en la masturbación –unas manos acariciaron sus pectorales y presionaron con suavidad su pezón-. Y aunque no eres un caballo… -las manos bajaron por el abdomen- no estás nada mal –la luz de la lámpara se extinguió.

-¿Qué me vas hacer? –preguntó con más miedo que ganas.
-Nada que no quieras, Víctor –contestó la misma voz.
-¿Víctor?
-Sí, de alguna manera te tengo que llamar ¿no?, y a mi me gusta el nombre de Víctor.

En seguida Víctor sintió un beso en el vientre que primero lo espantó, luego le hizo cosquillas, después lo excitó y al final lo espantó más. La caricia labial se prolongó unos segundos. Luego sintió su pene húmedo y una caricia carnosa y de gamuza que lo envolvía incesantemente. Su cuerpo reaccionó instintivamente, pero cuando analizó la situación le dio miedo. Vamos papi, ¿qué te pasa?, preguntó la voz, ¿no te gusto?

Encendió la luz. Ahí estaba Lina, descalza y sin medias. Con su pequeña falta y la blusa negra. ¿Quieres agua?, le preguntó y le acercó un vaso con popote. Él bebió, mirándose flácido. ¿Quieres que llame a la policía?, preguntó Lina. No, por favor, mi novia está embarazada y me necesita. ¿Por eso robas tiendas? Era mi primera vez. Tocaron en la puerta de la tienda. Lina fue y en menos de cinco minutos ya estaba de regreso en la bodega. Debes tener hambre, le dijo acercándole una rebanada de pizza para que la mordiera. Luego se levantó la blusa, dejando ver sus senos contonearse. Se untó una rebana y lo obligó a lamerla, dándole unos latigazos cada vez que se detenía. Ella divirtiéndose. En una de esas Víctor miró junto a unas ropas una caja abierta de pastillas color azul, con la leyenda: VIAGRA. Sintió que tenía una erección. Él no quería, pero ella lo tuvo para sí toda la tarde, la noche y parte de la mañana. Le dio de beber cerveza y no durmió.

¡Ya, por favor!, pidió piedad. No, Víctor, si todo lo has hacho muy bien, dijo Lina con la cara colorada. Pero me duele, dijo él con lágrimas en los ojos mientras ella, dándole la espalda, se montaba de nuevo y comenzaba con los movimientos en forma de ocho, tomándolo por los tobillos y a veces saltando. Me quema, se quejó con la mandíbula bien apretada. Pero ella continuó y continuó… y continuó.

Al siguiente día le dio de comer el resto de la pizza, le regaló unas bermudas de mezclilla, le dio dinero y dejó que se fuera. Ella estaba agotada, pero satisfecha.


***


Esa misma tarde fue a levantar la denuncia. En el MP no le creyeron, pero por puro morbo, y una apuesta de por medio, iniciaron la averiguación. A ver, aquí está, le dijeron en el careo, ¿es o no es? Claro que es, no me joda, contestó y el policía le dijo al oído con voz amenazante: no me hables así. Lina estaba muy sorprendida, «pinche puto», pensó.

¿Usted es Liliana Crisóstomo? Sí. ¿25 años, soltera y tiene una tienda de ropa? Sí. ¿Reconoce a Fernando González? Sí, él fue quien… ¡Sólo responda lo que yo le diga!, ¿El señor González estuvo ayer en su tienda? Sí. ¿Usted lo esposó en la bodega? Sí (dijo Lina ya muy preocupada). ¿Y… usted… ya sabe… usted se lo cogió? (preguntó el policía con evidente asombro, mirándola de pies a cabeza, con respectivas pausas en los muslos y senos). Sí (contestó Lina cabizbaja. El policía no supo qué decir, entonces ella aprovechó), pero él quería asaltar la tienda con un arma. ¡Qué! (dijo golpeando la mesa y mirando con más asombro a Fernando), pues señorita Liliana, déjeme decirle que está acusada de abuso sexual, el señor González presenta varias laceraciones es sus genitales y usted acaba de confesar. Pero usé lubricante (se disculpó Lina y luego de una pausa continuó); pues yo quiero acusarlo por asalto a mano armada, tengo el arma del crimen y por lo menos tres testigos.


***

MUJER FRUSTRA ASALTO… ¡Y VIOLA AL AGRESOR!

  • Hombre intentó asaltar una tienda de ropa, pero fue sometido sexualmente por la vendedora.
  • Ambos levantan denuncias por sus respectivos delitos
  • “Ambos podrían terminar en la cárcel”: Juez

1 comentario:

José Noé Mercado dijo...

bien trasladada a la ficción esa mezcla de violencia, surrealismo e irónía que flotan en lo cotidiano.

eso

quién sabe si envidiar a víctor o no.

saludos