junio 17, 2009

UNO

Los carros pasaban por Reforma, dejando una estela sonora que se difuminaba en ecos eternos. Los tacones de algunos pasos despistados, enfundados en zapatos de piel, sonaban encharcados luego de la lluvia en la Ciudad de México. Las luces de una patrulla capitalina sobre la Guerrero llegaban al callejón, y lo pintaban todo de amarillo, azul y rojo. El chillido de un roedor. El goteo continuo desde los techos. El viento. La lluvia. Ecos. Luces. Frío.

Los sonidos se amontonaban como post-it uno sobre otro. No pasaban. No terminaban. Retumbaban infinitamente en la cabeza de un bulto que en posición fetal buscaba calor y paz; el calor de una mujer que ya no recuerda y la paz que nunca conoció.

Se sujetaba las rodillas con ambas manos, acurrucado sobre y debajo de cajas de cartón, en un rincón seco que encontró en la calle Sombreros. Hace bastante que no sabía de horas ni días. Sólo estaba seguro de que era muy noche y había muy poca gente.

Supo que no iba a descansar, otra vez. Comenzó a balancearse sobre su cadera con desesperación. Movía las piernas con ansiedad. Se tronó los dedos con angustia. Pasos, gotas, luces, carros, ratas. Todo lo tenía en su mente. Sabía con exactitud cuántos carros habían pasado por Reforma, cuántos hombres y cuántas mujeres por las calles aledañas, cuántas ratas había hurgando en la basura, tenía bien ubicado dónde estaban las goteras, y qué dirección llevaba la patrulla.

No aguantó más. No quería abrir los ojos pero no aguantó más. Se sacudió convulsivamente, lanzando los cartones lejos de él. Intentó levantarse mientras arrugaba los ojos de lo fuerte que los apretaba, para no abrirlos, pero perdió el equilibrio. Dio tres pasos tambaleantes. El ruido en su cabeza. Un mazo gigante le golpeaba intermitentemente. Con los brazos extendidos logró dar con una camioneta de los voceros de La Prensa. Su respiración era muy agitada y comenzaba a sudar. Alzó la cara al manto nocturno y abrió los ojos de golpe.

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