mayo 14, 2012

El acordeón rojo


El acordeón comenzó a sonar apenas las puertas del Metro cerraron. Era una canción triste, dramática, de esas que me remiten a un pueblo casi perdido, donde un anciano sentado a la sobra del quiosco mira con sus ojos que rompen tiempo hacia la montaña.

Una canción popular, sin duda, tan dramática que no podía ser ejecutada sino por una persona de manos callosas, piel tostada y quebrada como tierra seca, alguien que conociera la soledad del tiempo y ya no tuviera fe ni esperanza. Todo eso lo pensé solamente, porque yo me encontraba hasta el otro extremo del vagón, sentado de espaldas al músico, de modo que no lo podía ver (ni quise).

Lento, con más pereza que ganas, o quizá con ganas pero ya sin las fuerzas, quien tocaba el instrumento para conseguir cualquier moneda recorrió el pasillo. Cada vez la música me llegaba de más cerca. Imaginaba cómo el acordeón se contraía y expandía lentamente, al ritmo de la música, formando olas en el aire. Imaginaba también unos dedos gruesos, con uñas amarillas y quebradizas, tocando las teclas del instrumento.

De pronto, adelantándose a la música, una criaturita de escasos seis años pasó al lado de mi asiento, jícara de plástico en mano, pidiendo el tan ansiado y necesario dinero. La hija del señor que tocaba, pensé, y le puse un par de monedas sin que siquiera me mirara.

Entonces, de reojo vi el instrumento flotar a mi lado a la altura del hombro. Abajo del acordeón aparecieron unas sandalias de plástico y unos piecitos tiernos y mugrosos. Las manos que sostenían el pesado acordeón no eran anchas, morenas y con uñas amarillas, eran finas y a comparación del teclado que debían tocar casi diminutas. No era un anciano quien tocaba, era una niña de unos ocho años. La criaturita aquella obviamente no era su hija, más bien parecía su hermana. Pero en lo que creo que no erré es en que la pequeña música sí sabía lo que era la soledad, la tristeza. Y por su mirada sentí que ella no veía personas, sino un cerro a lo lejos.

Llegamos a la siguiente estación y el vagón del Metro se quedó sin la música. Ahora parecía más gris y triste. 

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