agosto 11, 2009

La triste historia de Pedrito

Pedrito buscaba su comida a mis pies. Quizá relaciona a una figura como la mía con alimento, con desperdicios que él puede aprovechar. El caso es que había encontrado un buen trozo de quién sabes qué cosa asquerosa, y se disponía a comerlo.

Pedrito se mueve dando diminutos brincos con sus dos extremidades juntas, parece un canguro miniatura. Así merodeaba a mi alrededor, con movimientos veloces pero precavidos, como los de un sirviente que no quiere enfadar a su señor.

Yo estaba sentado con la pierna cruzada, observando cómo Pedrito miraba para todos lados cuidándose que nadie lo sorprendiera, y cuidando que yo no tratara de hacerle daño. Luego, con una serie rápida de pequeños saltos se acercó a la inmundicia que pretendía comer. Más rápida aun fue su retirada. Apenas le dio un picotazo al trozo, ni lo saboreó, cuando ya estaba de regreso en su puesto inicial, a una distancia segura de mí. Sólo me estaba calando, viendo mi reacción. Entonces hubiera huido con una sola sacudida de mi brazo, pero por supuesto no hice nada, sólo me le quedé mirando.

Su cabeza no paraba de moverse, cuidando todos los rincones. Así arremetió por segunda vez, siempre impulsado por una ráfaga fugaz de saltos, con sus piernitas juntas. Ya con más confianza dio tres o cuatro picotazos. Desmembró un pedazo y lo ingirió mientras de nuevo se alejaba del alimento y de mí. Supongo que le gustó porque atacó dos veces más. A la tercera se animó y se llevó a una distancia segura el trozo entero. Me miraba, aun temiendo que lo atacara.
Se veía contento. Picando casi con desesperación su comida. Mirando para todos lados. Saltando alrededor del trozo. Comía muy alegre cuando otro de su especie llegó volando. Quizá era su amigo porque ambos compartieron la comida. Al fondo se acercaba, empujando su cabeza con cada paso, un enorme palomo. Pedrito y su amigo lo miraron. Incidentalmente, como cuando te dejan con la mano extendida en un saludo que nunca llegó, el palomo cambió de rumbo desviándose a un costado. Los compañeros siguieron comiendo, ayudándose para desmembrar pequeñas partes del trozo entero. Comían tan contentos.

Pero no les duró mucho el gusto. Del cielo llegó un malvado que en la cabeza estaba teñido de rojo. Pedrito y su amigo compartieron muy familiarmente su comida, que era suficiente para los tres o incluso para un cuarto. El rojo probó la inmundicia y le gustó. Tomó el trozo entre su pico y brincó un par de veces (él también se movía con pequeños saltos), dando la espalda a los amigos.
Ellos parecieron no entender lo que pasaba, así que ambos brincaron hasta llegar al alimento. Picaron una sola vez y el rojo, indispuesto a sufrir otra interrupción, tomó de nuevo el trozo y se fue, agitando sus alas grises y negras, muy lejos de Pedrito, que se quedó tristísimo por perder su alimento, mientras su amigo emprendía el vuelo tras el ladrón y se perdía entre los matorrales.

Resignado, y sin olvidarse de mí, del peligro que alguien de mi tamaño le representa, Pedrito peinó la zona en busca de más alimento. Una miga de pan aquí, un trozo de fritura allá, pero nada como ese trozo de inmundicia que tanto le había gustado. Continuó merodeando, a mi alrededor, cabizbajo y con su plumaje más gris que hace cinco minutos.

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