mayo 31, 2010

BARRAGÁN 7

Bien, pues aquí les dejo el cuento que ganó el 1er lugar en el certamen de la EPCSG en este 2010. Que lo disfruten. Y comenten.

BARRAGÁN 7

Algunos lo describen como un ave muy grande que se mueve en cuatro patas, con un pico enorme, cresta de brillosas plumas y articulaciones felinas. Otros dicen que es un jaguar cachorro de garras filosas que está envuelto en una especie de fina mascada que lo hace brillar, que su cabeza parece más bien de guacamaya y que tiene una larga cola emplumada, como la de un quetzal. En lo que todos coinciden es en que el sonido que emite (que unos describen como el de un rugido lastimero) paraliza al más valiente si se le escucha de maneara constante; y que si logras acercarte lo suficiente, el animal te da la virtud.

Nosotros llegamos esa noche a Xalapa, provenientes del DF. Era Semana Santa y tomamos el único autobús con dos lugares disponibles: el de las seis y media de la tarde, de modo que estábamos en la capital veracruzana casi a medianoche. Viaany, mi novia, le dio la dirección al taxista, a Barragán 7 esquina con Allende, por favor. Treintaicinco peos.

Barragán 7 es una casa de al menos 120 años de antigüedad. Perteneció al general Juan de la Luz Enríquez, primer gobernador de Veracruz y quien, dicen, le salvó la vida en tres ocasiones a Porfirio Díaz. Para las edificaciones actuales parecería una casa grande, aunque para el general Enríquez era la casa pequeña; cuentan que la casa principal estaba unas cuadras arriba de la catedral y que parte de ella fue vendida a la familia Chedraui. Donde ahora es el centro comercial, se dice, era tan solo la caballeriza. La construcción de Barragán 7 es de dos niveles: por Allende se entra a la parte baja, donde está un patio repleto de macetas y adornado con guacamayas y loros de madera y arcilla; por Barragán se entra directamente al nivel principal.

Viaany tenía llaves de la entrada de Barragán. A esa hora la casa no tenía ni una luz encendida, sin embargo las sombras se distinguían sin problemas. Un par de macetas en el corredor que da a la sala, cuadros, muchos cuadros, en las paredes, una mesa por allá con cuatro sillas, un espejo de cuerpo completo por aquel lado, una cantina al fondo, antes, los sillones y varios libreros repletos de figurillas indistinguibles, acaso un Quijote, una muñeca bailarina. La casa parecía tener su propia luna, tal era el tono de la luz que permitía moverme sin trastabillar.

Llegamos sin previo aviso. Viaany regresó ese día de Cuba y cuando se enteró que su abuelo, el señor Vélez, estaba enfermo quiso ir inmediatamente a Xalapa. Ella se fue a darles la sorpresa a sus padres y yo esperé en la sala.

El callejón de Barragán está a un costado del parque de Xalapa y a una cuadra hacia abajo del Palacio de Gobierno. La quietud de esta ciudad es tal que desde la soledad en la que estaba, sentado en esa casa de techos altos, podía escuchar el viento y el cantar de los pájaros. Cuando un carro pasaba frente a la casa, las calles empedradas me hacían imaginar que el auto se iba destartalando.

Busqué la cocina: pasé de la sala al antecomedor de cuatro personas, luego cruce una puerta para entrar al comedor que tiene diez asientos y al fondo, en otra pieza, se veía la estufa. Tomé un vaso y mientras bebía agua noté que una segunda puerta en la cocina estaba abierta. Daba al exterior, al pasillo del segundo piso que rodea al patio. Todos los cuartos tienen varias puertas, una es para ese pasillo y las otras para pasar, sin salir, a las habitaciones contiguas.

Dejé el vaso en el lavabo y regresé a la sala. Por pena no encendí ni una lámpara, aunque no fue problema para moverme. Me senté y sentí que esperé varios minutos, aunque ya se sabe que en el silencio y la noche los segundos se prolongan y el aburrimiento se apresura. Preferí seguir explorando la casa.

Ya con la vista acostumbrada a la poca luz podía distinguir mejor las cosas: una antorcha de México 68, figuras de mariposas colgadas en las paredes, una catrina de madera barnizada, una tetera de metal que parecía antigua y exótica, figurillas de porcelana, arlequines, mujeres con paraguas, más guacamayas, quijotes, macetas. Tratando de distinguir los cuadros, llegué a una habitación que no había notado y estaba cerca de la entrada. Era otra sala, pero se veía más antigua y cómoda. No soy experto, pero parecía una Luis XV. También había dos espejos enormes, con marcos de madera tallada, que casi cubrían toda una pared, la más grande. Luego me dijeron que eran muebles que pudieron mantener de la casa grande. Vi un biombo, también de madera tallada, que no me atreví a cruzar.

Me miraba en uno de los espejos cuando oí gritos, carcajadas, traspiés. La calle estaba al otro de los ventanales. No había cortinas sino unas puertitas de madera. Quité el seguro y el aíre arrebató la puertilla de mi mano, azotó contra la pared. Sentí que la pena y la culpa me hormigueaba el cuerpo. Los ventanales no tenían cristal, sólo unos barrotes negros, de modo que durante el día se abren las puertitas de par en par y así, además de lucir su elegancia a los peatones, la casa es refrescada por el viento.

Qué hermosa noche, pensé. Desde ahí podía ver la copa de los árboles del parque. La luz de la luna casi llena atravesaba con pereza la neblina típica de Xalapa. Chispeaba, como siempre. La calle empedrada brillaba de lo húmeda, pero no había charcos. Y el frío era cálido, se podía andar bien sin necesidad de un suéter, salvo por las gotitas suspendidas en el aire. Así estaba cuando…

Al interior de la casa escuché un ruido. Giré instintivamente y no vi nada. El hormigueo regresó acompañado de un frío descendente. Busqué la orilla de la puertilla para cerrar el ventanal y ahí escuché ese ruido. Era como si alguien caminara arrastrando una pala metálica, al ritmo de cada paso se oía un chirrido lastimero sobre el empedrado. Venía lejos, de Allende. Me dio mucho frío. Se añadió un carraspeo andrajoso, aunque más bien parecía un rugido maltrecho, viejo. Un sonido añejado para agazaparse en los ruidos cotidianos de las urbes y no ser descubierto. Parecía un triciclo transportando hojas de aluminio, o un auto con la suspensión averiada. El eco era más fuerte y mis ojos lagrimearon, no había parpadeado y tuve que concentrarme para lograrlo, fue muy raro eso. Me asomé a la esquina de Allende con Barragán, y un hueco en el alma me llenó de angustia. Mi mano, la que había alcanzado la puertilla de madera, estaba tensa. El ruido continuó: metal raspando las piedras del suelo, rugido tísico con bufe al final, metal raspando las piedras, y ahora algo suave que se arrastra constante, rugido tísico, metal raspando, las plumas cepillando la calle empedrara y húmeda…

Demasiado tarde, mi cuerpo se tensó tanto que no podía mover un solo dedo. Me dolía todo. Quería gritar y no podía. Quería cerrar los ojos, taparme los oídos, cerrar el ventanal, pero mi cuerpo estaba petrificado.

No quiero inventar, sólo quiero contar esto y lo hago con los elementos que mi razón acepta, sin añadir fantasías. Lo siguiente que vi fue a un hombre, o más bien su silueta cruzando la neblina. Caminaba paso a pasito. Se detuvo antes de cruzar Barragán. Alzó la vista y se irguió. Del otro extremo de Allende, atrás del muro que soporta a la calle que varios metros arriba entronca con el Viaducto, apareció una sombra que lentamente se sumergía también en la calígine nocturna. Lo primero que vi fue su pico grande y chato que terminaba en un gancho, luego era inevitable no notar que sus ojos emitían un reflejo opaco de la luz de la farola. En el empedrado aparecieron unas patas acolchonadas que pisaban lenta y firmemente, y que cada vez que se alzaban rasgaban con sus filosas garras el suelo. Su cuerpo, en efecto, era felino aunque en el costado tenía lo que quiero pensar que era un plumaje tornasol. Su aspecto era más de quimera que de nahual, pero vamos, cada cultura nombra a estas criaturas como quiere. Al final, donde sólo le faltaba una cola de león, estaba una larga trenza de plumas que parecían una serpiente y terminaba en un abanico real.

El hombre, firme, miraba de frente. La bestia caminó hacia él y se detuvo a un par de metros. Mis ojos lagrimeaban por la falta del parpadeo. Se miraron un instante y luego el anciano, apoyando sus dos manos en el bastón, inclinó su cabeza en un signo solariego de respeto. En animal bramó de tal forma que mi respiración se detuvo por un instante. Acto seguido se alzó sobre sus patas traseras manteniendo brevemente el equilibro gracias al despliegue de unas alas que formaron remolinos en la bruma, pataleó en el aire y cayó suavemente. El movimiento hípico hizo que los pájaros dejaran en parvada los árboles. El hombre alzó la vista. El animal le regresó el saludo linajudo: adelantó una pata y luego agachó su cabeza bajando también todo su torso.

Animal y hombre caminaron para su encuentro. Él lo acarició con su mano trémula y luego lo recargó en su pecho. El nahual se dejó lisonjear y chilló aguda y casi imperceptiblemente. Era como el saludo que se le da a alguien que la ha estado pasando mal. De la misma forma el animal se apresuró a lamerlo de forma cariñosa para al final dejarle caer sobre su nuca unas gotas de su saliva. Las moléculas brillaron y desaparecieron. El animal dio media vuelta y se perdió silenciosamente en la neblina. Hasta entonces mi cuerpo tuvo un suspiro. Sin más me dejé caer en piso fresco. No entendí qué había pasado.

La casa, de lo grande, hace audible muchos ruidos. Yo escuche un crujido atrás del biombo. Me levanté, cerré el ventanal y aun con el alma en duda vacilé hasta la sala donde Viaany me había dejado.

Cuando ella regresó encendió la luz. Los cuadros en las paredes eran los reconocimientos que el maestro Vélez ha acumulado durante su vida como director del Ballet Folklórico de la Universidad Veracruzana. Uno por cada festival en el que ha participado alrededor del mundo, varios por sus años de trayectoria (el más reciente hablaba de medio siglo), por cientos de méritos, por todo tiene reconocimientos el señor, ya monedas forjadas con su rostro, ya el clásico diploma en papel membretado. También había poemas a su persona y un Diego Rivera. Las figurillas de los libreros eran tan variadas que no alcanzaría este relato para describirlas, desde pavorreales miniatura de cristal hasta carros de madera. Libros y discos de música folklórica. Cientos de objetos de todas partes del mundo: ceniceros, pisapapeles, llaveros, bisutería galardonada de valiosísimos recuerdos, suvenires caros de calidad y cariño. Toda una vida dedicada a la danza. Por algo no pocos dicen que el ballet del maestro Vélez es el mejor en México en cuanto a danza folklórica se refiere, superando al de Amalia que más bien lo consideran un ballet clásico con ropas de charro. No por nada muchos dicen que es un virtuoso del ballet.

No le conté nada a Viaany.

Horas más tarde, después de saludar a la familia de mi novia, y mientras nos servían el desayuno, vi en el reflejo de una vitrina la figura de un señor que venía. ¡Abuelito! Gritaron Viaany y sus hermanas. Luego de saludar y dejarse querer, el señor Vélez dijo dirigiéndose a mí, Hola, chamaco. Y luego hacia su hija, Y ese quién es. Todos rieron. Fui presentado. Sus ojos tenían cierta picardía.

En el transcurso del día Viaany me mostró la casa. Supe entonces que atrás del biombo de madera estaba la habitación de su abuelo. Y también supe que mejoró bastante de salud esa noche.#

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